La Jungla es una vasta extensión de tierra en una zona industrial de Calais (Francia), junto al puerto. Un mar de plástico sobre el barro en el que miles de personas viven en precarias construcciones de madera forradas con lonas y cinta americana. Un campo de refugiados abandonados a su suerte en pleno centro de Europa.
Las tiendas y cobertizos de Calais, de apenas cuatro o cinco metros cuadrados, dan cobijo a entre tres y cinco personas aunque pueden llegar a dormir hacinadas ocho o diez. Las camas no son más que mantas apiladas en el suelo para esquivar el frío. Los puntos de agua en la Jungla, escasos y del todo insuficientes. Las condiciones higiénicas, nulas. En el aire denso se mezcla la brisa salada del mar con el olor a pescado podrido que el viento arrastra desde las fábricas cercanas. Las calles de esta ciudad sin ley, sin dueño, son caminos de lodo salpicados de charcos congelados y basura. Aunque la lluvia ha dado una tregua, el viento ruge en Calais.
Una lengua de tierra de unos quinientos metros rodea el campo. “No man’s land” (tierra de nadie). Este lodazal, sembrado de tapones de botes de gas lacrimógeno que la policía usa contra los habitantes del campo, hasta hace poco más de dos semanas acogía a centenares de personas en tiendas de campaña. También una iglesia, una mezquita y una escuela que las autoridades prometieron preservar por estar haciendo una buena obra. El día que las excavadoras llegaron a ‘la Jungla’, arrasaron con todo. Sin excepción. Decenas de personas perdieron su casa, -si puede llamarse hogar a un pedazo de tierra sobre el que se levanta una tienda de plástico-. Muchos tuvieron que buscar de nuevo un techo en la Jungla; muchos otros se marcharon.
El Gobierno francés quiere acabar con la Jungla antes del verano y aumenta la presión sobre sus habitantes para que tomen una decisión: pedir asilo en Francia o irse. La destrucción de una parte del campo es solo el primer paso. Desde que el gobierno anunciara el inminente cierre del la Jungla, el ambiente está enrarecido. Hay una calma tensa en Calais. Se palpa la incertidumbre, el miedo. Los voluntarios que trabajan desde hace meses en la zona, mucho antes de que el gobierno francés se manifestara preocupado ante la situación, reconocen que el bullicio es solo una sombra del que era. No hace tanto, la Jungla tenía casi el doble de habitantes.
A pesar de todo, el campo sigue creciendo. Solo unos días después de la intervención, una nueva escuela y una nueva iglesia levantaron sus muros de madera y plástico. Ante la destrucción, nuevas edificaciones. Y mientras las autoridades locales, nacionales y comunitarias se desentienden, son los centenares de voluntarios que trabajan en el campo, junto con los propios refugiados, quienes hacen cada día de la Jungla un lugar habitable. Cursos de idiomas, centros de información administrativa y legal, un espacio para mujeres y niños e incluso una radio son algunas de las iniciativas que mantienen vivo el campo. La vida sigue en la Jungla a pesar de todo.
Varias cocinas coordinan el suministro y la distribución de los alimentos. Yacine e Ibrahim regentan una de ellas. Comenzaron su trabajo en Bélgica cuando centenares de refugiados llegaron a Bruselas, la capital de Europa, durante el verano. Al acabar la urgencia, trasladaron sus materiales a Calais donde, consideran, son más necesarios. Ahora amplían sus instalaciones con la ayuda de varias organizaciones de estudiantes de arquitectura para abastecer al máximo número de personas posible. Toda ayuda cuenta en la Jungla.
La Jungla es un pequeño ecosistema vivo. Una ‘microeconomía’ se desarrolla en el campo. Cada noche, el área comercial, una bulliciosa galería plagada de tiendas de comestibles, restaurantes, bares, tiendas de ropa y peluquerías, se llena de gente. Las estructuras de los comercios son algo más estables, más seguras y casi todas las nacionalidades están representadas en esta particular avenida.
Mohamed, un sudanés de 27 años, regenta un bar en la zona. Es un espacio alargado, excavado en el suelo, con un el techo bajo que obliga a los más altos a agachar la cabeza. Está dividido en dos estancias: la cocina y una enorme sala. El comedor es amplio y oscuro; tiene las paredes cubiertas con banderas del Bradford inglés y decenas de mesas se reparten irregularmente a lo largo de toda la sala. Hace diez meses que Mohamed llegó a la Jungla huyendo de la guerra en Darfur. Muestra sus manos callosas y unos dedos retorcidos que apenas puede mover por culpa de varias fracturas mal curada. Acusa a la policía de zurrarle en cada intento de alcanzar Reino Unido. Mohamed charla mientras sorbe una lata de cerveza. Tiene puesto un ojo en la camarera que se pasea dominante por el bar de un lado a otro sirviendo las bebidas y espera el pago con una mano oscilando en el aire y la otra apoyada en su cintura, de la que cuelga una riñonera cargada de monedas. En apenas unos minutos, al atardecer, este antro en medio de la Jungla, se llena. Durante la noche, los bares, como en cualquier lugar del mundo, se convierten en lugar de evasión y encuentro. Durante el día, la Jungla duerme.
EL NUEVO MAPA DE LA JUNGLA
Tras el derribo, las autoridades instalaron una zona vallada con containers. Los habitáculos tienen dos pisos de altura, agua caliente y electricidad -algo impensable en la Jungla-, pero hay condiciones. Para poder dormir en ellos, los migrantes deben registrarse y aunque insisten en que no usarán los datos, los habitantes del campo tienen miedo. Además, está prohibido abandonar el recinto durante la noche y es precisamente al abrigo de la oscuridad cuando los intentos de cruzar a Reino Unido se multiplican. Nadie quiere perder su oportunidad.
Como en cualquier ciudad, la Jungla de Calais también se divide en barrios. Al norte del campo, se sucede una hilera de tiendas de lona azul, calles de arena y esterillos de caña que hacen las veces de acera. Allí, en un habitáculo de no más de cuatro por cuatro metros, vive la «mafia Kumbous», una decena de sirios, casi todos de la misma familia, que ha convertido un austero espacio en un pequeño oasis en medio de la Jungla. Las paredes y el techo están reforzadas con gruesas telas de colores vivos que guardan el calor y amortiguan el rugido del viento. El suelo está cubierto de tapices y alfombras suaves y cálidas. Al fondo de la lona, en el fuego de un hornillo, ruge una tetera y se reparten frutos e higos secos y dulces que sirven de aperitivo a la cena. Waseem y Muhamad preparan un arroz seco con fideos aderezado con especias y lo bañan en una salsa densa y picante de tomate en la que flotan judías pintas y blancas. Todo acompañado de obleas de pan ácimo. Obtienen los alimentos de la distribución del campo que procede de donaciones aunque también realizan pequeñas compras en los comercios de la Jungla. El olor intenso y agradable de la comida árabe inunda la tienda. Una bolsa de plástico cubre el suelo y hace las veces de mantel y la mafia Kumbous se arremolina entorno a los platos colmados de arroz. Moomin rasga las cuerdas de una guitarra que un voluntario le ha regalado y pone música a la cena. Entre risas sus compañeros le arrancan de las manos el instrumento. Aún está aprendiendo. Mientras hierve la salsa en el fuego, todos rezan por turnos a un dios que parece no escuchar por el día en que logren marcharse.
UNA CÁRCEL A CIELO ABIERTO
También la organización L’Auberge des Migrants (el Albergue de los Migrantes) ha construido nuevas instalaciones. Pequeñas cabañas de madera con capacidad para cinco o seis personas. En una de ellas viven Ismael, Zaki y Fouzi tres sirios que rondan los cuarenta años y llevan varios meses en la Jungla. Sus familias, mujeres e hijos pequeños, cuyas fotos muestran con una mezcla de orgullo y tristeza, permanecen en Damasco. Prefieren Reino Unido por la facilidad del idioma y porque el proceso de reunificación familiar es más corto o, al menos, eso han oído. Muchos llegan a ‘la Jungla’ por inercia, otros persiguiendo un sueño, una esperanza, pero la información que corre por el campo es siempre interesada. Vinieron para quedarse unos días y han pasado tres meses.
La Jungla se ha convertido en una cárcel. La lengua de tierra excavada en el barro hace las veces de foso. Las carreteras que llevan al Eurotunel han sido rodeadas por alambradas dobles de varios metros de altura que terminan en concertinas y alambre de espino. Los controles de la policía se suceden y, ante la escalada de tensión de los últimos meses, han aumentado los enfrentamientos. Del cielo cae lluvia, granizo y gases lacrimógenos. Algunos de los que dejan el campo, dicen, no vuelven. La prensa, denuncian los habitantes de la Jungla, llena páginas de historias de enfrentamientos en el campo pero apenas menciona la violencia de la policía o los grupos de extrema derecha contra los migrantes. Muchos acaban en el hospital, dan con sus huesos en la cárcel o simplemente, desaparecen. Los que persisten en su empeño por cruzar a Reino Unido comienzan a quedarse sin alternativas y sin fuerzas.
Los controles policiales aumentaron también tras los atentados de París. Los agentes vigilan las distintas entradas del campo noche y día. “Los terroristas comenten el crimen y nosotros pagamos el precio”, se la lamenta Ismael. La Jungla se ha convertido en una cárcel a cielo abierto.
Hasta hace unos meses, no había plan B en Calais. Ahora empiezan a plantearse otras opciones. Las expediciones a Bélgica para tratar de comenzar el viaje desde allí se suceden desde hace unas semanas. Muchos hacen las maletas de nuevo y reemprenden la marcha camino de Alemania. Temen ser registrados antes de alcanzar su destino pero la desesperación empieza a pesar más que el miedo. Otros incluso consideran la posibilidad de aceptar la oferta del gobierno de François Hollande, presionado por David Cameron, y pedir asilo en Francia. No son pocos los que vienen de visita desde los centros de acogida en Lille desde hace días.
Alcanzar Reino Unido subidos en camiones o trenes que atraviesan en Eurotunel se ha convertido en misión no ya difícil sino casi imposible. Hacerlo con la ayuda de los traficantes, un lujo inalcanzable para muchos. La mayoría de los habitantes de la Jungla, con escasos o nulos recursos, está atrapada en Calais. Pero lo siguen intentando.
El sobrino y el primo de Fouzi, de 17 y 19 años respectivamente, lograron llegar a Inglaterra hace unos días. El más pequeño está ahora en un centro de internamiento para menores. El mayor, en la cárcel. Aun así, lo celebran. Confían en que salgan pronto y cualquier destino les parece mejor que la Jungla. Fouzi explica que la forma más sencilla de cruzar es provocar un atasco y subir a un camión de fruta. Las temperaturas en las cámaras frigoríficas oscilan entre los 3 y los 6 grados, soportable para una persona. Las de carne o pescado son un suicidio.
Ismael, Fouzi y Zaki han aprovechado el fin de semana para descansar y retomar fuerzas. El tráfico aumenta durante los días laborables y es más fácil pasar. Esta semana volverán a intentarlo. Esperan su oportunidad y que un golpe de suerte les permita, por fin, dejar la Jungla.
(*) Nota: Apenas tres semanas después de la publicación de este reportaje, la policía francesa arrasó toda la zona sur del campo de refugiados de Calais.
Este reportaje fue originalmente publicado por cuartopoder.es bajo el título ‘Calais, una cárcel a cielo abierto’.
Error: There is no connected account for the user 573986862 Feed will not update.
© 2015 - LaMadone All Rights Reserved