Apenas cuatro o cinco metros separan la tienda de campaña de Hanin y Fahirs de Macedonia. Sin embargo, una enorme valla rodeada de alambre de espino y concertina les corta el paso. Justo en esa frontera, inexistente hasta hace unos meses, viven desde hace poco más de una semana con sus pequeñas de tres años y dieciocho meses.
Hanin está embarazada y sale de cuentas la semana que viene. Hanin y Fahirs proceden de Daraa, la ciudad en la que comenzó la revolución siria. Fahirs es fotoperiodista y ha pasado años cubriendo la guerra en su país. Han atravesado toda Siria huyendo de la guerra, desde Daraa a Alepo y luego a Turquía. La barcaza atestada de gente que los llevaba a Grecia hizo aguas y tuvieron que ser rescatados por los guardacostas. Tardaron varios días en llegar al campo y cuando lo hicieron, las fronteras ya estaban cerradas. Ahora, la joven está a punto de dar a luz en medio del caos de Idomeni.
Las pequeñas de la familia corretean por una diminuta tienda de campaña mientras devoran unas galletas y unas onzas de chocolate que su madre les ha dado. Hanin y su cuñada, Rihab, se quejan de lo poco que tienen de comer, de las colas de hasta tres horas para conseguir una diminuta porción de pasta con tomate y tal vez, con suerte, algo de fruta y un pedazo de pan. Hanin está agotada, le duelen las piernas y la espalda, lleva días durmiendo sobre el barro en una tienda de campaña. El campo de refugiados de Idomeni no es lugar para nadie pero, desde luego, mucho menos para una mujer embarazada, expuesta a bajas temperaturas y a toda suerte de infecciones.
Fahris salió de Siria pensando que lograría llegar a Alemania antes de que Hanin diera a luz. Con el cierre de ruta de los Balcanes, su sueño se ha convertido en una ilusión imposible. La situación en el campo, en una pesadilla. Lo único que preocupa ahora a Fahris es qué pasará cuando su mujer se ponga de parto. Sólo espera que puedan trasladarla a un hospital y que su bebé nazca sano y salvo, aunque lo haga en tierra de nadie, en el exilio.
Rihab ha viajado sola con sus tres hijos. Su marido está desde hace un año en Austria, donde solicitó la reunificación familiar. Si se la aprueban, deberá esperar entre cuatro y seis meses en un campo de tránsito. “Es demasiado”, se queja. Aunque de continuar el cierre de fronteras, será la única opción posible de volver a ver pronto a su esposo. El más pequeño de sus hijos tiene tan solo dos meses. Rihab trata de darle el pecho pero come tan poco que apenas produce leche. El mediano, de dos años, llora sin parar. Está enfermo desde hace días con un tremendo resfriado y moquea mientras busca desesperado los brazos de su madre que no da a basto. La mayor, que ronda los nueve o diez años, trata de consolarle. “Solo pedimos que salga el sol”, ruega. La desesperación es tal en Idomeni que parece más probable un día sin lluvia que una solución a este infierno en la tierra.
UNA FAMILIA DIVIDIDA POR LA GUERRA Y LAS FRONTERAS
Jinda tiene 26 años, un bebé de once meses, una tripa de cinco y hace 20 días que está atrapada con su marido, Ali, y otros diez miembros de su familia en la frontera entre Macedonia y Grecia. Con una mano se agarra una incipiente barriga. Con la otra, sujeta el biberón que Yahya que más que succionar, mastica. A Yahya le están saliendo los dientes.
Jinda empuja a trompicones un carrito de bebé por los caminos embarrados y salpicados de piedras de Idomeni. Vive en uno de los enormes pabellones de lona que Médicos Sin Fronteras ha instalado en el campo y en los que se agolpan varios centenares de literas sin apenas espacio entre unas y otras. Las personas más vulnerables son trasladadas a estas carpas donde la intimidad y la tranquilidad son prácticamente inexistentes. Aunque aquí, al menos, no tienen que dormir sobre el lodo, al caer la noche, el frío húmedo cala los huesos y Jinda envuelve a Yahya en varias mantas para mantener caliente al pequeño. Sostiene entre sus manos un biberón y trata de rebajar unos grados la leche. La mala alimentación ha provocado a Yahya varias infecciones intestinales. También Jinda, que hace días que no duerme y ha perdido quince kilos desde que salió de Siria. Tiene el rostro pálido, la mirada cansada y triste y unas pronunciadas ojeras. Está agotada, desesperada, pero no se rinde y a veces, incluso se le escapa una sonrisa.
Hace solo un par de meses que Jinda y su familia salieron de Siria. Vivían en Alepo, una ciudad que fue durante meses asediada por el gobierno de Bashar Al Asad, tras ser controlada por el Ejército Libre Sirio. Los cortes de luz y agua frenaron la industria y su padre, que trabajaba en una fábrica, se quedó sin trabajo. La muerte de su hermano de siete años fue la gota que colmó el vaso. Recogieron sus cosas y se marcharon. Jinda, sus hermanas y su madre no pueden contener las lágrimas al recordarlo. Después de todo, lo que más pesa son los recuerdos. Yahya recibió el nombre de su tío en memoria del pequeño.
Jinda guarda en una bolsa roja precintada los recuerdos de toda una vida. Centenares de fotos que muestran a familiares y amigos. Revisa con cuidado las fotografías en las que aparece perfectamente maquillada y posa frente la cámara con soltura. Hoy, esconde su cara entre las manos y se niega a tomarse cualquier foto. «Estoy fea, sucia y enferma», espeta Jinda que se para con cuidado en las imágenes de aquellos que cayeron en la guerra. También conserva las cartas de amor que intercambiaban sus padres y las fotos de su boda en las que posa junto a su esposo, Ali y su hermana Jara.
Jara cepilla su largo pelo rubio que recoge en una trenza y se maquilla con esmero para ocultar las marcas de la psoriasis en su rostro. Cuando Jara partió de Siria, la enfermedad comenzaba a manifestarse en sus manos. Ahora, tiene todo el cuerpo cortado y cubierto de heridas. Las terribles condiciones higiénicas y el frío son el peor caldo de cultivo posible para la enfermedad. Jara tiene 23 años y se casó a toda prisa con Bashar -“Vaya nombre, ¡eh!”, bromea- antes de salir de Siria. Sin embargo, los papeles fueron destruidos durante la guerra y ahora teme que los separen.
Jara y Jinda, como cualquier pareja de hermanas, comparten confidencias. Sonríen recordando tiempos mejores y se apoyan mutuamente. Ambas echan de menos la música, bailar y el arroz con pollo y verduras que su padre prepara. Esas pequeñas cosas que uno no echa en falta hasta que las pierde. Y ellas lo han perdido todo, salvo la esperanza. Aún confían en que un golpe de suerte les permita llegar a Alemania.
El concepto ‘reunificación familiar’ se entiende mejor al escuchar la historia de Jinda. Su padre abrió el camino viajando con su hermana pequeña. Ambos están ahora en un piso de acogida en Alemania. El resto de la familia no viajó debido al estado de salud de Jinda, embarazada de tres meses y con problemas de circulación, y a la corta edad de su pequeño. En un segundo viaje, quedó atrás otra hermana, la mediana, que tuvo un aborto en Turquía y a causa de su delicado estado de salud, temía hacer el viaje. Si lo intentara ahora, sería deportada al llegar a Grecia. El cierre de fronteras ha dividido en tres a la familia de Jinda.
Hoy, 18 de marzo, es el aniversario de bodas de sus padres. Veintiocho años casados, y él está a dos mil kilómetros de Hividaar.
LAS HEROÍNAS DE IDOMENI
Médicos Sin Fronteras estima que el 50% de los habitantes del campo son mujeres. Ellas son además el 80% de los pacientes de la clínica que la organización tiene en el campo. Al menos la mitad están embarazadas. A los problemas de higiene, nutrición o enfermedades comunes del campo se suman los problemas asociados al embarazo, especialmente agravados por la situación inhumana en la que permanecen durante toda la ruta. No son pocas las que han debido ser hospitalizadas.
Stravroula Kostaki es residente de medicina general en el campo de refugiados de Idomeni. Kostaki explica que a los problemas físicos se suman los psicológicos. Muchas viajan solas y deben cuidar de sí mismas y de sus hijos. Están cansadas, estresadas y deprimidas. La falta de dignidad a la que se ven sometidas, la inseguridad de su situación, las experiencias previas y el agotamiento les provocan una ansiedad que impacta negativamente en su estado físico. Sin embargo, Stravroula destaca también el coraje, la serenidad y la fortaleza de estas mujeres en semejantes circunstancias. Ellas, que han huido de la guerra para poner a salvo las vidas de sus hijos y la suya propia; ellas que sacrifican su salud por la de sus pequeños; ellas, que siguen luchando a pesar de la desesperación, el agotamiento, el miedo. Ellas, sentencia, son las verdaderas heroínas de Idomeni.
Este reportaje fue originalmente publicado el 20 de marzo de 2016 en cuartopoder.es
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